De hegemonía y emprendedores: la ideología de Silicon Valley

(Publicado originalmente en Horizontal)

Existen maneras sutiles, casi imperceptibles, de tener influencia. Lo que el filósofo político Joseph Nye denominó como “poder suave” –la capacidad de incidir en acciones de manera simbólica, sin utilizar la fuerza– es en verdad una reinterpretación de lo que Gramsci llamaba “hegemonía”: una forma de pensar en común que parece haber estado siempre presente pero que, en realidad, ha sido creada bajo condiciones históricas muy específicas y propagada por medio de instituciones como las que la escuela de Frankfurt llamaba las industrias culturales.

Este tipo de recursos es utilizado en tiempos de grandes cambios tecnológicos para propagar ciertas ideas. Libros, periódicos, canales de televisión y eventos especializados funcionan para posicionar a las nuevas fuerzas económicas y convertir sus narrativas en una especie de segunda naturaleza y, de esta manera, abrir nuevos espacios para la inversión de capital.

Una manera de localizar procesos hegemónicos es por medio del lenguaje, como cuando ciertas palabras empiezan a repetirse en contextos diferentes y, sobre todo, a emparentarse con la inversión y expansión de capital. Cualquier juego de lenguaje es excluyente por naturaleza, sin embargo, existen algunos contextos lingüísticos con mayor influencia que otros, como aquellos que se practican en las oficinas y que muchas veces le son inaccesibles a la población en general. Por eso, para poder delimitar las implicaciones de ciertos lenguajes, hay que analizar detenidamente la visión del mundo que estas palabras expresan y así ver los límites de su aplicación.


Hoy palabras como “start-up”, “disruptivo”, “innovación social”, “design thinking” y “crowdscourcing”, entre muchas otras, parecen ser el nuevo lenguaje con el cual ciertos círculos entienden lo social. Estas palabras son el pan de cada día en Silicon Valley y, junto con sus respectivos mitos, constituyen arenas desde las cuales se diseñan intervenciones que tienen implicaciones reales en la vida cotidiana de millones de personas.

La historia de Silicon Valley se encuentra íntimamente ligada a la historia de San Francisco y la Bay Area, una región que históricamente fue un foco contracultural y de crítica al capital. En los años cincuenta numerosos intelectuales de izquierda se mudaron a la ciudad por sus bajas rentas y su espíritu libertario: los hippies, el movimiento del free speech, las Panteras Negras y el partido comunista estadounidense radicaron en Berkeley y Oakland; desde ahí Allen Ginsberg escribió Howl, publicado por una de las únicas editoriales independientes que siguen vivas en San Francisco, la famosa City Lights. Estos movimientos fueron esenciales en la lucha por nuevos derechos civiles en Estados Unidos.Su generación se posicionaba como una vanguardia histórica con la misión de realizar cierta utopía social. En esa época, un mundo más libre y más pacífico parecía posible.

Para los años setenta, cuando estos movimientos empezaron a perder fuerza, en el campus de la universidad de Stanford, en Palo Alto, se empezaba a experimentar con las capacidades tecnológicas para procesar datos. La rapidez con la que se estaban desarrollando las innovaciones dio pauta a una teoría extremadamente influyente del matemático Raymond Kurzweil. Para este, los ciclos de innovación tecnológica estaban siendo superados continuamente y de manera asintótica. Kurzweil proponía el ideal de una innovación auto-sustentable y anticipaba una nueva era en la que la tecnología acabaría por exceder incluso los procesos de la misma biología, sobre todo por medio de la genética. La tecnología para Kurzweil sería una fuerza disruptiva que cambiaría a la humanidad.

Sin embargo, a finales de los años ochenta, con la caída del comunismo, tanto el idealismo activista de Berkeley y Oakland como las ideas en torno a la innovación tecnológica de Stanford se yuxtapusieron con el objetivismo de Ayn Ryad para generar una nueva subjetividad: el emprendedor, un sujeto, al mismo tiempo libertario e innovador, que constituiría una nueva vanguardia social. Mediante sus ideas y la tecnología, esta figura reinauguraría una era inédita. Fue en esta transición en la que los sindicatos y las batallas históricas por los derechos de los trabajadores del área de San Francisco se suplantaron por una especie de comunitarismo, en el que la ganancia personal se admitía como base para el desarrollo en general. Así, las empresas empezaron a suplantar la organización centralizada fordista, basada en líneas de producción, por redes adaptables de individuos. El capitalismo californiano supo reconfigurar la libertad antijerárquica de los activistas en la innovación libertaria de los emprendedores. Escribe sobre este giro Slavoj Žižek: “el capitalismo usurpó la retórica izquierdista del trabajo autónomo, convirtiendo un slogan anticapitalista en uno capitalista. Ahora, el socialismo era lo conservador, lo jerárquico y lo administrativo.” La tecnología, desde entonces, se concibió en términos casi proféticos como el medio para el cambio social

Todos nos sabemos la historia. Un niño genio de una universidad de élite de Estados Unidos deja todo para fundar una empresa de tecnología. Viste sandalias, jeans y camiseta. Fuma marihuana y se mete LSD. De repente, toma al mundo corporativo por sorpresa y funda una nueva empresa, con un aura informal, que revoluciona la manera de concebir las organizaciones. En las oficinas se juega futbolito; hay mesas de ping pong.

El relato del emprendedor humanitario se ha vuelto tan masivo que ha surgido toda una industria secundaria que se alimenta de esta narrativa. Las universidades de Estados Unidos están abarrotadas con clases de emprendedurismo –aunque, al parecer, la discusión de sobre si el emprendedor nace o se hace sigue sin resolverse. Revistas como Inc., Entrepreneur, Wired y Fastcompany, entre otras, son las representantes de este nuevo mundo; en ellas, cada semana uno puede leer las historias de los nuevos genios que están a punto de transformar la humanidad toda. A nadie le parece extraño encontrar premios dedicados al “emprendedurismo social”, iniciativas inspiradas en la idea de que no existe ninguna contradicción entre hacer un bien social y lucrar.


Lo que se sabe menos es que, desde que las empresas de tecnología tomaron San Francisco y la Bay Area, la desigualdad en la región ha crecido enormemente. Los programadores de todos lados del mundo están enamorados con la autenticidad de los barrios bohemios de los setentas, pero en ellos la renta ha subido a niveles estratosféricos y los que vivían ahí se han tenido que desplazar.

El reciente asesinato de un joven latino en el vecindario donde había vivido toda su vida ha exacerbado la discusión sobre la influencia que los nuevos residentes tienen en la política policial. Varios fundadores de start-ups han generado controversias internacionales al escribir las más horripilantes cartas de odio hacia los que viven en la calle de la ciudad; Peter Sih y Greg Gopman, ambos fundadores de compañías en el área, incluyeron a los homeless en sus listas de odio. Justin Keller, fundador de la compañía Commando.io, publicó una carta abierta al alcalde argumentando que llevaba ya tres años viviendo ahí pero que le molestaba encontrarse con “vagos” en las calles:

Los residentes de esta gran ciudad ya no se sienten seguros. Yo sé que muchas personas están frustradas por la gentrificación pero la realidad es que vivimos en una sociedad de libre mercado. Los trabajadores adinerados se han ganado el derecho de vivir en esta ciudad. Salieron de sus casas, se educaron, trabajaron duro y se lo ganaron. Yo no debería de preocuparme por ser acosado. No debería de ver el dolor, la lucha y la desesperación de las personas sin casa de camino a mi trabajo.


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En un mundo globalizado, los contextos particulares importan más que nunca. Hay que recordar que ciudades como la Ciudad de México o Bombay poco tienen que ver con Silicon Valley, pues se encuentran fuertemente atravesadas por la experiencia colonial. Muchos de sus habitantes no tienen acceso ni a los servicios más básicos, mucho menos a internet.

La diferencia entre una persona conectada y una que no lo está se expresa no solo en términos de lujo, sino también en hábitos, gustos y, por supuesto, en el lenguaje. Durante los últimos años, se ha exacerbado la brecha entre una élite transnacional hiper-conectada que viaja alrededor del mundo y aquellos que, de cierta forma, están condenados a lo local. Los más conectados tienen el capital cultural indicado para promover la inversión de capital, para emprender. Y es que en la nueva estructura de la innovación no hay goteo económico: surgen islas de conectividad y riqueza rodeadas por mares de desigualdad, como el área de Santa Fe, donde se encuentran, por cierto, las oficinas de Microsoft.

“Crear riqueza”: esta frase siempre ha tenido tintes religiosos. Hay profesionales cuyo fin es hacerle proselitismo. En Silicon Valley se les llama Evangelistas .

 

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