Templo

Un pueblo se abre camino entre montañas, buscando la señal para fundar su ciudad. Otro, expulsado, deambula durante cuarenta años por el desierto, de camino a la tierra donde ejercerá su libertad.

El recorrido —el relato— funda un espacio y un tiempo. Las historias crean los lugares por el simple acto de nombrar hechos. Migraciones, diásporas —crecimiento, destrucción y construcción de urbes— este movimiento de encuentro y dispersión acaba convirtiéndose en una telaraña, produciendo geografías complejas que se empalman y entrecruzan entre ellas.

La caída del Segundo Templo —la pérdida de soberanía, el exilio— hizo que el judaísmo se volcara hacia el texto. Encontrar hogar en las palabras, fue una forma de resistir el cambio, una manera de reclamar lo nuestro.

Nuestras historias son vectores y rutas: las casas en las que vivimos, los trayectos que definían el día a día. Sobre el mapa se apilan, las ruinas de otros tiempos. Hasta los espacios más íntimos acaban por convertirse en palimpsestos.


Las familias de mis abuelos huyeron de Polonia a la Ciudad de México. Ellos vivieron como hijos de inmigrantes, en los vecindarios pobres, vendiendo telas y estampitas de santos en las calles del Centro.

Crecieron. Tuvieron hijos. Yo nací como mexicano de tercera generación. Las ventanas del pasillo de mi hogar daban hacia los volcanes. La terraza del onceavo piso. El parque.

A pesar de estar cerca del Periférico, nuestra colonia era bastante residencial. Había algunos edificios altos, pero por lo general en las calles se veían casonas y tiendas pequeñas. Se podía caminar.

Pero el uso de suelo cambió. La inseguridad aumentó, los edificios crecieron como hongos, los flujos vehiculares se invirtieron. Llegaron trabajadores coreanos y japoneses y los vecinos se fueron. A la tierra le brotó un puente vehicular; una ola de ejecutivos llegaba todos los días hacia ese nodo de oficinas.

A veces, a altas horas de la noche, escuchaba un sonido desgarrador, como el de un gis monumental haciendo fricción sobre un pizarrón. Y luego, silencio. Desde lejos se acercaban, aullando, una manada hambrienta de ambulancias listas para devorar a la presa que se había volcado en el túnel del Periférico.

Otras, sentía el piso retumbar, como si un ventilador gigante estuviera abajo de mi cuerpo. Acostado boca arriba, veía, a través de mi ventana, la imponente masa de un helicóptero bajando como tanque. Debajo de éste, una señal en amarillo sobre un edificio corporativo: Nikon.

Dobles ventanas, filtros de aire, televisión. Nada lograba mantener a la ciudad afuera. Los silbidos de los policías laborando abajo del puente —los cláxones, las bocinas— rebotaban a través de las estructuras de concreto, propagándose por el valle de edificios hasta llegar a mi cuarto. Y sobre el puente, un enorme segundo piso, como una aparición de nave extraterrestre.

Nadie vive ya en ese departamento.


Domar el espacio. Cuando éste cambia, lo único que queda son los testimonios de aquellos que vivían entre lo que ahora son ruinas.

El muro detrás de mi almohada tenía un acabado que lo fracturaba en islas pequeñas. Sobre éstas yo escribía citas; las frases saltaban del libro hacia la pared con mi letra, una cartografía íntima del día a día.

El graffiti no duró mucho, pronto me preparé para viajar. Fue entonces cuando adquirí mi primer cuaderno.

Tuve que documentar el cambio, proyectar mi trayectoria en una pared portátil de papel. Él fue una manera de extender los límites de mi hogar. De la intimidad de mi habitación hasta una playa en el Mediterráneo, el cuaderno me acompañó por un año entero. Lo compré en una papelería cerca de mi casa. Era morado y lo pinté de negro.

Usar el nombre del destino, explorar sus significados, experimentar las posibilidades con las personas involucradas en el recorrido, son actos fundacionales que abren camino a la acción.

Los preparativos inauguran el lugar a transitar. Ese viaje fue el principio de otros, el inicio de un proceso de desprendimiento.

Nuestro ecosistema familiar se convirtió en un contenedor de la memoria; la casa, en una bodega. Papeles viejos asentados en nuestros cuartos. En la cocina, ropa sin usarse. En la sala, LPs apilados unos sobre otros.

Y los escombros seguían llegando. Desde coordenadas lejanas, los cuadernos viajaban como por túneles hacia aquel lugar de encuentro.

Pasó media década y estos registros del pasado se amasaron en una pila totémica. Un armario, antes utilizado para colgar ropa, se transformó en un cofre secreto. Los tesoros, coleccionando polvo.


Ahora aquí están, ordenados en otro espacio intermedio: un estudio, en una azotea en la colonia Condesa.

Son cuarenta, quizás más. Algunos tienen cubiertas cafés, otros negras o rojas. Los hay del tamaño de un antebrazo, o más pequeño que la palma de una mano; algunos han sido demacrados por agua y viento. Otros se han quedado intactos con el paso del tiempo.

Una gran parte de sus vidas, su movimiento fue entrópico; se dispersaban y separaban por el espacio como cables por una ciudad. Caminaron por calles, subieron elevadores, volaron por encima de océanos. Se acostaron con mujeres. Se llenaron de culpa: defraudaron a sus padres.

Al pasar por un espacio, los cuadernos abrían un portal, una plataforma de recepción al contexto; la espuma blanca de las olas, los sonidos de las tazas de café. Sobre sus páginas aparecían nombres que desafiaban latitudes, pertenencias olvidadas por pasajeros que salieron de un tren.

Ahora, por primera ocasión son tratados como libros, ordenados según su contenido interno. Los tomo de manera aleatoria. El crujir de las hojas. El olor a papel usado. Hasta hace poco, bajo llave —5 cajas llenas— en un closet en el cuarto de mis padres. Ésta colección de rastros alineados en un librero apunta hacia un afuera que es mío.

Pero que ya no está.


La idea surgió en un ferry cruzando el Bósforo: las gaviotas seguían al barco como peregrinos. A lo lejos, la silueta de las mezquitas. El sonido del llamado al rezo.

¿Qué pasaría si los digitalizara todos? Cada entrada en estos diarios carga una estela que se puede localizar en un mapa: en esta latitud di un beso, en esta longitud me enteré de la muerte de un familiar.

Cada uno contiene nombres de lugares —Tel Aviv, Nueva York, Cholula, La Ciudad de México— como si se los hubiera robado.

Podría crear etiquetas digitales según el espacio de inscripción, implotar la geografía, poner en relación lugares según mi biografía personal.

En vez de cortarlos con tijeras, copiarlos con papel carbón y combinarlos, podría, con un solo click, jugar al juego de las interpretaciones. La escritura y la lectura se vería así convertida en nodos de transporte de una ciudad, creados por las nuevas constelaciones de meta-información entre los archivos creados.

Así, surgiría un movimiento laberíntico a través de diferentes calles del mundo basado en un espacio de inscripción personal. En una época en donde el papel está cediéndole lugar a la pantalla, mi intención será situarme a la mitad.


Utilizó el programa Evernote. El logo es la cabeza de un elefante. Su slogan, “remember everything”. La idea es que es una especie de cerebro externo, que te permite categorizar lo que sea como sea. “Notas de cuaderno” por “lugares de inscripción”, por ejemplo.

Tres meses dentro del proyecto. El librero se ha transformado en una vieja antena parabólica que transmite, a través de frecuencias que ya no se usan, imágenes del pasado, para quien pueda sintonizarlas. Diez años de huellas y lo único que queda de las vivencias son el trazo de la tinta sobre el papel: el contorno, la evolución de las As y las S.

Mi letra se volvió más pequeña con el tiempo, como queriendo comprimir todas las vivencias en el menor espacio posible. Incorporo maneras de hablar de otros lados, poniéndome máscaras lingü.sticas basadas en lo que leo. De esta manera el cuaderno se vuelve una especie de foro interno: desde el slang del mercado hasta los términos burocráticos de una oficina, de las palabras de amor en la cama a los discursos políticos en televisión —les robo frases a los lugares mientras los atravieso. Los rastros que quedan iluminan mi paso por la ciudad, un poema dadaísta que pone lo trivial en relación con lo serio.

A veces, solo, en mi balcón sobre la calle, veía pasar a los demás transeúntes como si fueran fantasmas; mi propia casa me parecía ajena. La proyección de fantasías y lecturas sobre el papel era una manera de situarse fuera de los ritmos de la ciudad para crear una geografía afectiva.

La posición frente a lo escrito depende del contexto. En Acapulco, cerca de una alberca, el acto de escribir se vuelve una manera de plasmar fantasías sexuales. En un autobús en Estambul, es un ejercicio nostálgico; una manera de encontrar un espacio mío como extranjero. Concibo a la escritura como una enfermedad, en tiempos de ocio. A veces hablo de ella como de un exorcismo. Y, cuando estoy triste, como herencia y riesgo.

Los nombres de lugares, los sucesos amorosos, las penas, las envidias y los odios contenidos en mis cuadernos forman parte de una comunidad que persiste por debajo de los perfiles de Facebook. Guardar esas historias, con toda su opacidad, es tener algo preciado, mantener un secreto.

La vida de las personas que conocí en diferentes latitudes ha cambiado, se han separado de mi trayecto. Pero su presencia en mi timeline es simultánea. El mundo virtual, siempre presente, busca remplazar lo que ya fue perdido en otros momentos.

Aun con el cuaderno frente a mí, no es tan fácil determinar de dónde vino. No siempre menciono dónde me encuentro: la imagen de una “mano saliendo de un coche y quitando un cono de estacionamiento” —el pulso de la pluma — me hace pensar que esa entrada se escribió de prisa, en movimiento. Infiero que fue escrito en un coche. Pero no hay manera de saberlo.

Las etiquetas de Evernote no dicen nada sobre el trayecto. En un tren de camino a Praga escribo sobre lo que sucedió en un hostal de Roma, dos semanas antes. Lo que había catalogado en la computadora como “Italia”, era, en realidad, la “República Checa”. O hablo sobre un viaje a Veracruz meses después, sentado en un escritorio en mi casa de la Ciudad de México: había llegado a Catemaco de noche, se me había acabado el dinero, los hoteles estaban llenos, para colmo, perdí las llaves de mi auto, y la agencia más cercana —a dos horas del lugar— tardaría dos semanas en reponérmelas. En el cuaderno que llevaba conmigo— un Moleskine negro estilo reportero— no apunto nada de esto. Solo impresiones momentáneas. Enojos y miedos. La capacidad de mantener en tensión elementos dispersos, la interpretación que logra fijar su sentido y que permite contar historias, se desarrolló después, con el tiempo.


Una década de vida. Dentro de la computadora hay ya una selección de diez cuadernos. Ahora, lo que he escrito se puede consultar, siempre. Itinerarios no tomados, decisiones que  quedaron en potencia; esos escombros de vida son ahora objetos en el espacio virtual, redes de vivencias localizados en un plano cartesiano.

Pero si la abro, no encontraré —entre los circuitos, chips y procesadores— ni rastros de mis marcas, de papel, o de pegamento. Me cuesta trabajo pensar en los archivo digitales como un lugar donde se depositan mis recuerdos— no son como la recámara de mis papás o la bodega de la azotea.

Subirlos al mundo digital me ha hecho más vulnerable. ¿Qué pasaría si se borraran los archivos, o se quemaran los cuadernos? Necesito algo más sólido, algo que resista al paso del tiempo.

La imposibilidad del regreso. Para llegar a la pared de aquel templo, hoy en día necesito esperar en el tráfico horas, sobre el puente que atraviesa el Periférico. El parque está vigilado por policías. Desde el pasillo ya no se ven los volcanes, los edificios y el smog los han cubierto.

En mi antigua habitación hay libros y papeles desparramados por doquier. En mis closets, cajas con pertenencias de mis abuelos. Unos muebles se apilan unos sobre otros donde antes estaba mi cama. Ahí, detrás de donde yacía mi almohada, se encontraban aquellas islas que compactaban el tiempo. Me pregunto si la pintura blanca que ahora las cubre ayudará a conservar la tinta de la pluma y el carbón del lápiz, como el ámbar con los insectos.

No lo creo. Mis cuadernos fueron prótesis que me ayudaron a lidiar con el desplazamiento, pero en ellos nunca hablo sobre aquella primera inscripción. De hecho, este ensayo es el único testimonio. Aun así, sería ingenuo pensar que al escribir he restaurado lo perdido. La escritura es un tránsito entre la presencia y la ausencia; funciona por el hecho de que ya no existe lo que se registró en aquel momento.

La pared no está ni en el lector, ni en el escritor, ni en el texto.

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